Tenía 5 años y medio cuando conocí a Macarena, éramos compañeras del “kínder
1” en un colegio para niñas, un colegio de monjas. Yo no sabía su nombre, ni el
de ninguna de mis compañeras, sólo el de Beatriz, la niña que pegaba a todas menos a mí, tal vez porque yo era de
las más altas de la clase, o tal vez porque supe leer de inmediato su ritual
para elegir a sus víctimas. En el inicio de cualquier actividad escolar, Beatriz
buscaba a la más concentrada, a la que tenía su mirada pegada al pupitre, a
esa, a la más aplicada, le jalaba de los pelos hasta botarla al piso con todo y
silla. Era cuestión de segundos tener a la
víctima llorando desorientada por el golpe y a la profesora consolándola mientras con voz firme
mandaba a sentar a la pegadora. La victimaria regresaba a su puesto y recibía
de mi parte una mirada de reproche sin piedad hasta que me bajara su mirada llena
de rabia, o de dolor. Pasados los segundos mis ojos ya no le reprochaban nada,
tal vez yo quería llorar con ella, al fin y al cabo sabía que ninguna de las
dos quería estar ahí, pero ella miraba a otro lado y antes de solidarizarme con
su dolor me conformaba con saber que me había salvado de su ira y retomaba con
calma los colores del pupitre.
Había otra niña, ya olvidé su nombre, llevaba sus muñecas aunque
estuviera prohibido por las monjas, no jugaba con ellas, sólo te mostraba que
eran suyas y no tuyas. Un lunes, cuando le dije que yo tenía una muñeca
igualita a la que tenía en sus brazos, pero que la mía tenía vestido rosado y
no amarillo, ella rompió en llanto, se lanzó a la tierra del patio y tomando
fuerzas subió con su muñeca a lo más alto de la resbaladera mientras llamaba a
gritos a su grupo de amigas para acusarme de mentirosa, dijo que eso era imposible,
que esas muñecas sólo venían con vestido amarillo, que su papá le había jurado
eso y que yo estaba mintiendo. Por segundos tuve el pequeño gusto de pensar que
mi mamá le había arrebatado al padre de la niña odiosa la última muñeca de
vestido rosado para mí, pero mi gloria duró poco al ver que el séquito de niñas
obedeció a la tirana mirándome y señalándome con el desprecio de sus delantales
blancos y sus dedos pequeños. Al otro lado del patio, solitaria como yo, Beatriz
se reía a gritos de mi desgracia.
Apenas pasaron un par de semanas, encontré un placer infinito en el
kinder; el silencio en el aula después de que todas las niñas salían desaforadas
al recreo. Yo era feliz en el silencio, yo era feliz en la soledad, yo era
feliz con el papel y los colores frente a mí, yo era feliz con mi platanada
dulce y no me hacía falta comer nada más. Mi profesora me miraba con sus ojos
buenos, verdes como el único pedazo de césped que le quedaba a ese colegio que
había borrado todos sus árboles para construir más aulas, para encerrar más niñas.
La “miss” me decía que salga al recreo, yo no le respondía, sólo le sonreía y
pintaba, dibujaba sin parar hasta que un día vino la Macarena y creo que mi
vida cambió para siempre, creo que algo quedó atrás. Vino con su risa que le
llenaba la cara, con sus fuerzas provenientes de todo lo que ella sí comía de
su lonchera y yo no. Me dijo; “hola, soy Macarena, vamos Dani a jugar, ven.” Su
voz tenía algo de ternura, pero sobre todo tenía algo de inmensa alegría para
mí, ella había pronunciado mi nombre, se había dado cuenta de que existía y no
venía ni a lastimarme.
Salí a jugar con ella con algo de miedo y no duré más de diez minutos
compartiendo el patio, pero ella no se enojó, siguió riendo y aprendió rápido
mis hábitos de solitaria. En todos los recreos me jaló del brazo y en todos me
dejó partir en el momento que yo quisiera. La profesora aprendió a poner seguro
en la clase para que no vuelva a mi silencio y las otras niñas se acostumbraron
a verme contar las baldosas del
edificio, recorrer con mi dedo una por una, pasar mi uña por cada una de sus
uniones y de repente llorar mientras contaba hasta diez una y mil veces porque
sentía que no pertenecía a ese lugar, que algo me había sido arrebatado. Supongo
que me arrebataron de mi madre, o de la tía Lucy, la profe de la guardería
mixta donde estuve antes de llegar al colegio de monjas y donde viví los momentos
más bellos de mi infancia; ahí no había un dios castigador al que hay que
pedirle un perdón que nunca llega, no había vírgenes y santos mirándote siempre
con cara de pena.
Macarena se reía, tenía una hermana grande que venía a ver quién nos
molestaba, tenía una casa cerca de la mía, una mamá de ojos grandes con un
novio bueno, un hermano pequeño, un primo pintor, otro cantante y un papá en
Europa. Con Macarena aprendí a reírme y
a lanzarme de la resbaladera sin miedo, a darme cuenta que el lodo que
pisábamos al aterrizar después del salto era eso, sólo lodo, y que los zapatos
se podían limpiar después.
Cuando el kínder terminó, la profesora me abrazó y entregó a mi mamá
la libreta de calificaciones. La “miss” me felicitó, me dijo que todas mis
materias eran “sobresalientes” y que me iba a extrañar, al final le hizo un
gesto de cariño y algo de ternura a mi madre. Durante mi adolescencia
encontré de nuevo esa libreta y entendí el gesto cuando leí la sección de
observaciones: “Daniela es una alumna excelente, pero debe ayudarle a superar
su timidez”. Cuando leí la palabra timidez pensé en la Maca, en que a pesar de que ya no siguió siendo mi
compañera toda la primaria, cada vez que la veía o escuchaba su risa en los
recreos, sabía que a ella le deberé siempre algo que ella no sabrá que le debo.
A Macarena le debo el haber sido esa
mano que te jala al vacío, que te dice que la vida puede ser una mierda, pero
también puede ser increíble, no sabes lo que te toca, pero hay que salir a
averiguar, hay que salir y hacerse una vida, la que sea.