miércoles, 17 de diciembre de 2014

Más cosas sobre canes, mis perros parisinos.


http://lapalabrabierta.blogspot.fr/2014/12/perros-parisinos.html

Shungo

Soñé que mi perro era un caballo
Que vivíamos en el campo
Que corríamos por las montañas
Olía todo a lodo
Su pelaje de pastor hacía que me resbale
pero él miraba siempre al horizonte y no me dejaba caer
Me salvaba de los perros salvajes
Me llevaba y yo me dejaba llevar

Soñé que mi perro era un caballo porque su corazón ya no le cabe en el cuerpo

jueves, 20 de noviembre de 2014

Primer recuerdo de un colegio de monjas

Tenía 5 años y medio cuando conocí a Macarena, éramos compañeras del “kínder 1” en un colegio para niñas, un colegio de monjas. Yo no sabía su nombre, ni el de ninguna de mis compañeras, sólo el de Beatriz, la niña que pegaba  a todas menos a mí, tal vez porque yo era de las más altas de la clase, o tal vez porque supe leer de inmediato su ritual para elegir a sus víctimas. En el inicio de cualquier actividad escolar, Beatriz buscaba a la más concentrada, a la que tenía su mirada pegada al pupitre, a esa, a la más aplicada, le jalaba de los pelos hasta botarla al piso con todo y silla. Era cuestión de segundos tener a la  víctima llorando desorientada por el golpe y a la  profesora consolándola mientras con voz firme mandaba a sentar a la pegadora. La victimaria regresaba a su puesto y recibía de mi parte una mirada de reproche sin piedad hasta que me bajara su mirada llena de rabia, o de dolor. Pasados los segundos mis ojos ya no le reprochaban nada, tal vez yo quería llorar con ella, al fin y al cabo sabía que ninguna de las dos quería estar ahí, pero ella miraba a otro lado y antes de solidarizarme con su dolor me conformaba con saber que me había salvado de su ira y retomaba con calma los colores del pupitre.

Había otra niña, ya olvidé su nombre, llevaba sus muñecas aunque estuviera prohibido por las monjas, no jugaba con ellas, sólo te mostraba que eran suyas y no tuyas. Un lunes, cuando le dije que yo tenía una muñeca igualita a la que tenía en sus brazos, pero que la mía tenía vestido rosado y no amarillo, ella rompió en llanto, se lanzó a la tierra del patio y tomando fuerzas subió con su muñeca a lo más alto de la resbaladera mientras llamaba a gritos a su grupo de amigas para acusarme de mentirosa, dijo que eso era imposible, que esas muñecas sólo venían con vestido amarillo, que su papá le había jurado eso y que yo estaba mintiendo. Por segundos tuve el pequeño gusto de pensar que mi mamá le había arrebatado al padre de la niña odiosa la última muñeca de vestido rosado para mí, pero mi gloria duró poco al ver que el séquito de niñas obedeció a la tirana mirándome y señalándome con el desprecio de sus delantales blancos y sus dedos pequeños. Al otro lado del patio, solitaria como yo, Beatriz se reía a gritos de mi desgracia.

Apenas pasaron un par de semanas, encontré un placer infinito en el kinder; el silencio en el aula después de que todas las niñas salían desaforadas al recreo. Yo era feliz en el silencio, yo era feliz en la soledad, yo era feliz con el papel y los colores frente a mí, yo era feliz con mi platanada dulce y no me hacía falta comer nada más. Mi profesora me miraba con sus ojos buenos, verdes como el único pedazo de césped que le quedaba a ese colegio que había borrado todos sus árboles para construir más aulas, para encerrar más niñas. La “miss” me decía que salga al recreo, yo no le respondía, sólo le sonreía y pintaba, dibujaba sin parar hasta que un día vino la Macarena y creo que mi vida cambió para siempre, creo que algo quedó atrás. Vino con su risa que le llenaba la cara, con sus fuerzas provenientes de todo lo que ella sí comía de su lonchera y yo no. Me dijo; “hola, soy Macarena, vamos Dani a jugar, ven.” Su voz tenía algo de ternura, pero sobre todo tenía algo de inmensa alegría para mí, ella había pronunciado mi nombre, se había dado cuenta de que existía y no venía ni a lastimarme.

Salí a jugar con ella con algo de miedo y no duré más de diez minutos compartiendo el patio, pero ella no se enojó, siguió riendo y aprendió rápido mis hábitos de solitaria. En todos los recreos me jaló del brazo y en todos me dejó partir en el momento que yo quisiera. La profesora aprendió a poner seguro en la clase para que no vuelva a mi silencio y las otras niñas se acostumbraron a verme contar  las baldosas del edificio, recorrer con mi dedo una por una, pasar mi uña por cada una de sus uniones y de repente llorar mientras contaba hasta diez una y mil veces porque sentía que no pertenecía a ese lugar, que algo me había sido arrebatado. Supongo que me arrebataron de mi madre, o de la tía Lucy, la profe de la guardería mixta donde estuve antes de llegar al colegio de monjas y donde viví los momentos más bellos de mi infancia; ahí no había un dios castigador al que hay que pedirle un perdón que nunca llega, no había vírgenes y santos mirándote siempre con cara de pena.



Macarena se reía, tenía una hermana grande que venía a ver quién nos molestaba, tenía una casa cerca de la mía, una mamá de ojos grandes con un novio bueno, un hermano pequeño, un primo pintor, otro cantante y un papá en Europa.  Con Macarena aprendí a reírme y a lanzarme de la resbaladera sin miedo, a darme cuenta que el lodo que pisábamos al aterrizar después del salto era eso, sólo lodo, y que los zapatos se podían limpiar después.


Cuando el kínder terminó, la profesora me abrazó y entregó a mi mamá la libreta de calificaciones. La “miss” me felicitó, me dijo que todas mis materias eran “sobresalientes” y que me iba a extrañar, al final le hizo un gesto de cariño y algo de ternura a mi madre. Durante mi adolescencia encontré de nuevo esa libreta y entendí el gesto cuando leí la sección de observaciones: “Daniela es una alumna excelente, pero debe ayudarle a superar su timidez”. Cuando leí la palabra timidez pensé en la Maca,  en que a pesar de que ya no siguió siendo mi compañera toda la primaria, cada vez que la veía o escuchaba su risa en los recreos, sabía que a ella le deberé siempre algo que ella no sabrá que le debo. A Macarena le debo el  haber sido esa mano que te jala al vacío, que te dice que la vida puede ser una mierda, pero también puede ser increíble, no sabes lo que te toca, pero hay que salir a averiguar, hay que salir y hacerse una vida, la que sea.

martes, 18 de noviembre de 2014

sábado, 11 de octubre de 2014

Miradas óseas

Un paseo por el metro de Paris. Que le guste o se maree.

http://lapalabrabierta.blogspot.fr/2014/10/miradas-oseas.html

miércoles, 1 de octubre de 2014

Interpretaciones de Paris. Mi primera colaboración con "La Palabra Abierta"

http://lapalabrabierta.blogspot.fr/2014/09/los-muertos-de-paris.html

sábado, 12 de julio de 2014

La Maga


Trece o catorce años no eran suficientes para leer Rayuela de Cortázar. Abandoné el libro de pasta negra, pequeño y gordo y desde ese momento cambió siempre de lugar en la casa de mi madre. Mudaba de librero, era vagabundo de todos los veladores, intruso de la sala y sus muebles Luis XV ecuatorianos, heredados de mis bisabuelos y su orgullo de creer que eran blancos y nobles en medio de los Andes. Los bordes de la pasta fueron cediendo a la fuerza de tantos dedos que intentaron descifrar todo posible orden de lectura. Abandono y deseo: ese libro como cosa que transita la casa de la infancia es el reflejo de ese juego infinito, se lo quiere, se lo abandona entre saltos de un espacio a otro y donde no sabemos al final dónde queda el adelante, dónde queda el atrás, dónde queda el cielo.

La Maga y yo realmente nos conocimos en Paris, después de más de quince años, cuando yo me había dado cuenta de mi torpeza para vivir. El amor oculto y lleno de defensas de Oliveira me descubrió a mí también, él supo que mi hora era la noche, que no entendía nada y que quería entenderlo todo. En mis abandonos, en mis miedos, en mi fuerza, en mis mentiras que se hicieron verdad, en mi risa atrasada la vi a ella también, hablando de su Montevideo como yo ando hablando de mi Quito, y cuidando al hijo que a ella se le murió y a mí aún no me nace.

Todavía no termino de leer Rayuela, Oliveira piensa que la Maga se ahogó pero alucina con ella. Yo quiero volver a verla, pero sé que en realidad es a él a quién quiero volver a ver, a él amándola para siempre, a él que me descubrió también en Paris.








Foto: R.L.T.

domingo, 23 de marzo de 2014

La vida no abandona

Tengo una fascinación por los lugares abandonados
Fascinación ordinaria como el gusto por el color azul, pero fascinación al fin y al cabo

He entrado a edificios, casas, oficinas, espacios congelados en un instante que no perdona, el del abandono. La vida se les fue y no queda más que un registro pálido y descascarado, signo indudable de que ahí un día alguien respiró.

(A los 13 años entramos a una playa virgen, adolescentes sin miedo a nada, corriendo como caballos en guerra y al pasar la humedad del palmar, apareció encallado frente a nosotros un barco chino abandonado, incrustado de proa y con su popa elevada hasta el flotar de unos pájaros carroñeros. Inmutados frente a su presencia desgarradora, no pude hacer más que tragar mis lágrimas, sin querer asumir que su abandono clamaba por un ritual, un reconocimiento por lo que un día fue; transporte de almas marinas y tiburones desmembrados).

Que intensa puede ser la vida de los humanos que por más inertes que sean los materiales de los que están hechos nuestros techos, nuestras paredes y embarcaciones, ellos se mantienen de pie con nuestra presencia, ellos crecen. Les damos color, los limpiamos, los recorremos, a veces les ponemos hasta nombre y  se van llenando de gérmenes de nuestra respiración, restos de nuestros fluidos y células muertas que les impregnan olores particulares; la casa de uno no huele igual a la casa de otro. Nuestras historias son la sangre de estos territorios que hemos inventado para encerrar la vida con el afán de expandir sus planes ridículos de inmortalidad.

Y un día partimos, cerramos la puerta, botamos la llave, salimos corriendo, salimos llorando, a otra vida mejor, salimos, nos fuimos, nos morimos, y el piso y la puerta comparten el trazo del sol que se coló cada vez que alguien partió, cada vez que alguien regresó. El piso no mirará nunca más la otra cara de la puerta, y la puerta dará la espalda a la vida de adentro, esperando que la vuelvan a abrir, que la tomen de la mano para hacer girar sus entrañas. La ventana ya no tiene nada que decirle a la cortina porque la luz y los reflejos ya no tocan a nadie, nadie las toca.

Mi fascinación no es por el abandono, sino por la fuerza brutal de la vida, su paso nunca invisible, su paso siempre importante. Mi fascinación es la pregunta por todo lo que le impregna la vida a las cosas y no poder alcanzar jamás a descifrar cuánto en realidad nos impregnamos unos a otros cuando mezclamos respiración, fluidos y células muertas en nombre de todas las células vivas que vendrán.

*Imagen "Ruins of Detroit" -Yves Marchand & Romain Meffre


sábado, 1 de febrero de 2014

Mujer bicolor

Ella tiene las uñas de dos colores; el primero es el color desgastado del trabajo y el otro es el rosado que le quedó desde la última vez que se dio tiempo para arreglarse. 

Ella tiene los ojos de dos colores; el uno es café como el líquido que pone en su taza desportillada todas las mañanas, como la única certeza que tendrá en el día, el otro ojo es café también, pero hoy está rodeado de un azul-verde producto del golpe que hace días le propiciara su amante, su compañera de calle, el hombre al que quiso quitarle su celular o su padre. 

Sus zapatos son de dos colores, un gris pintado por el tiempo que le ha tomado recorrer París y todas las líneas de su metro y todas las calles de su historia en búsqueda de eso que dicen es un porvenir, mezclado con el rosado de sus cordones tan parecido al rosado sobreviviente de sus uñas. 

La bandera de esta niña-mujer no sé cuántos colores tiene, ni sé si tiene bandera, no sé siquiera si a ella le interesa contarlos ni reconocerlos mientras pinta su mirada triste y abandonada en el verde-blanco de los vagones de este tren que nos abraza a las dos durante un gris invierno de un Enero que se llevó las esperanzas naranja - violeta pintadas en el sombrero de la otra mujer, que sentada al lado mío mira con sospecha el ojo verde-azul que no combina con su vida rosada, que no combina en realidad con ninguna vida.

domingo, 26 de enero de 2014

Paris et toutes nous mêmes


Vinimos buscando la belle époque, a Sartre, a Beauvoir, a Lacan y a Channel

Vinimos para saber cómo suena el francés saliendo de nuestras bocas, y a ver si parecemos inteligentes, elocuentes, cuestionadores de la vida, intelectuales y artistas

Vinimos para saber cómo el gris  y la lluvia pueden ser románticos

Vinimos para que nos pinten, nos retraten, para crear lo que pocos crearon en Paris y volvernos inmortales, queriendo recoger los pasos de Hemingway, Cortazar, Fuentes, Adoum

Vinimos y nos encontramos con tantos otros que buscan lo mismo

Vinimos con una pretensión de no ser quienes somos

Y ahora que me encuentro con mi búsqueda bellamente desvanecida, sé que me gusta más la música árabe, los paisajes de un Paris con aguacero que se llenan de lenguajes distintos, mi cabeza que se empieza a llenar de canas de tanto vivir, de tanto que se vive aquí

Ahora disfruto de los meseros que tienen que aguantar nuestra pronunciación extraña y sueltan los platos sobre nuestras mesas, como único gesto de neurosis que les queda para ofrecernos

Ahora mi búsqueda es otra, mínima; los niños vestidos como astronautas para sobrevivir el frío, la calle agrietada por donde se van las sobrevivientes hojas del otoño durante el primer día de lluvias, las jóvenes que lloran en el metro, los locos que casi siempre me saludan, los colores que visten los africanos, los ancianos que han perdido la motricidad de la marcha, pero no la dignidad para ir a comprar cada sábado sus cebollas y su pan,  y ese hombre que esperó ayer más de una hora en el parque fuera de mi ventana a que llegara ella, pero ella nunca llegó

Beauvoir ya no está en el Café de Flore, pero sí en todas esas mujeres que luchan porque nunca nada es suficiente, porque nada se compara con el amor de una mujer, ni siquiera el amor de un hombre. Sartre me abandonó por idiota y mediocre, Channel se ríe de mi falta de estilo y seguro que Lacan se ríe también viendo como me invento ilusiones para sobrevivir el malestar, que no es tan malo  en realidad, porque entre todo lo que quise buscar y encontrar, me encontré


sábado, 11 de enero de 2014

Yo siempre amé tu locura (cuento corto)

La cena estuvo bien. Bien o mal son dos palabras que pronuncio desde hace 8 años con frecuencia después de cada evento y encuentro entre tú y yo, aunque admito que desde que vivimos juntos hace 6 años he aplazado la calificación, ya no la separo por hechos, ahora prefiero levantarme al desayuno y aunque casi siempre termine en un "estuvo mal",  me entrego a las probabilidades de que algo "esté bien" contigo. Entonces califico al día cuando llega la noche, sólo puedo dar la calificación, decirme que "estuvo bien" o "estuvo mal" cuando has dejado la peinilla en el velador,  tu respiración se ha hecho profunda, tus brazos me han soltado y estoy seguro de que te has quedado dormida. 

Tomamos dos botellas de vino con la cena, poco para nuestro promedio, poco para un viernes en la noche, salimos apurados del restaurante porque hubo un momento donde todo "estuvo bien", sólo nos miramos, nos besamos, yo miré tu boca y recordé la fascinación que tuve cuando te conocí, hablabas poco, pero cuando lo hacías no dejaba de imaginarme que alguien jalaba todo el tiempo de tus labios con un hilo transparente, mágico, tienes una forma de mover la boca que hace que cada palabra parezca que será un beso, aunque tus ojos verdes quieran asesinarme cada diez minutos, aproximadamente. 

De camino al metro todo parecía "estar bien", hacía frío y te pusiste tu gorro, yo miraba al piso y sonreía, me sonreía a mí mismo porque la calificación se adelantaba contigo despierta, todo iba a "estar bien" antes de que terminara el día. Me mirabas, sonreías, sabíamos que íbamos a hacer el amor, que la noche sólo servía para eso, me tomaste de la mano...después de años tenía tu mano atrapada en la mía mientras cruzábamos las líneas del concreto mojado, yo estaba feliz como sólo puedo estar feliz contigo; con un profundo miedo de que en cualquier segundo todo "esté mal".

Sentados en el metro conversábamos de nada, de esas cosas que nunca me acuerdo después, pero son las que me dejan mirarte cuando hay calma, cuando no te hundes, no nos destruyes. Me comentabas algo del restaurante, yo sólo sonreía y afirmaba con la cabeza, mi alegría me ponía estúpido, íbamos a hacer el amor después de tanto tiempo. Y sucedió lo que sucede, esas milésimas de segundo que me entregan la certeza de que frente a tu locura, yo soy nada, nadie. Te sacaste el gorro y tu cabello delgado se apoderó de las miradas del vagón cuando vieron una peinilla en tu mano y empezaste. Empezaste a peinar las puntas, del lado izquierdo, del lado derecho, de atrás, luego desde la raíz, lo mismo; lado izquierdo, lado derecho, atrás, al llegar a las puntas parece que te vas a romper el pelo y cada dos o tres pasos de la peinilla por tu cabeza, agarras los cabellos que se quedaron abandonados en el peine, los tomas con tu mano, los miras como si fueses a encontrar ahí la verdad, pero te rindes y  los sueltas al piso. Así empieza tu rutina. Cepillas tu pelo una y otra vez, ya no me hablas, ya no me miras, sólo la gente me mira, yo agacho la cabeza, todo me da vergüenza, pero más vergüenza me da amarte, no poder dejarte. 

Trato de identificar a quién le da miedo tu cepillado voraz, a quien le da asco ver que durante diez minutos sólo se ha hecho más intenso, más fuerte. Miro los rostros de los otros habitantes del vagón en el reflejo de la ventana, un joven se ríe disimuladamente y una chica te mira perpleja, como tratando de entender por qué no paras si ya estás peinada, y lo peor viene después, cuando todos me miran a mí, a mi cara de pena, de no saber qué hacer cuando sólo quiero arrancarte la peinilla de una vez y arrancarte el cabello también, dejarte calva, dejarte sin fuerzas. Pero no puedo y ellos no entienden ni entenderán que volveré a la casa, sabré que todo "estuvo mal", no haremos el amor porque al llegar permanecerás al menos treinta minutos más cepillándote la vida, el vino habrá hecho efecto y aceptaré que tengo sueño y que algo de esperanza no claudica en mí, espero aún la calificación del otro día, no dejo de esperar, a ver si cambia, sí, a ver si cambia la calificación porque yo, yo siempre amé tu locura.