sábado, 12 de julio de 2014

La Maga


Trece o catorce años no eran suficientes para leer Rayuela de Cortázar. Abandoné el libro de pasta negra, pequeño y gordo y desde ese momento cambió siempre de lugar en la casa de mi madre. Mudaba de librero, era vagabundo de todos los veladores, intruso de la sala y sus muebles Luis XV ecuatorianos, heredados de mis bisabuelos y su orgullo de creer que eran blancos y nobles en medio de los Andes. Los bordes de la pasta fueron cediendo a la fuerza de tantos dedos que intentaron descifrar todo posible orden de lectura. Abandono y deseo: ese libro como cosa que transita la casa de la infancia es el reflejo de ese juego infinito, se lo quiere, se lo abandona entre saltos de un espacio a otro y donde no sabemos al final dónde queda el adelante, dónde queda el atrás, dónde queda el cielo.

La Maga y yo realmente nos conocimos en Paris, después de más de quince años, cuando yo me había dado cuenta de mi torpeza para vivir. El amor oculto y lleno de defensas de Oliveira me descubrió a mí también, él supo que mi hora era la noche, que no entendía nada y que quería entenderlo todo. En mis abandonos, en mis miedos, en mi fuerza, en mis mentiras que se hicieron verdad, en mi risa atrasada la vi a ella también, hablando de su Montevideo como yo ando hablando de mi Quito, y cuidando al hijo que a ella se le murió y a mí aún no me nace.

Todavía no termino de leer Rayuela, Oliveira piensa que la Maga se ahogó pero alucina con ella. Yo quiero volver a verla, pero sé que en realidad es a él a quién quiero volver a ver, a él amándola para siempre, a él que me descubrió también en Paris.








Foto: R.L.T.

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