miércoles, 25 de septiembre de 2013

verde condensado

Existen días en la memoria de mi infancia que los llevo guardados como un collage de fotos, no existe un cuento para contar, son sólo ruidos, gritos de alegría, silencios y paisajes sin nombre.

Un día fuimos al campo, todos fuimos,  los tíos, la abuela, mis primos, sus otros abuelos, sus otros primos. Como bien dice mi hermano, yo nunca hablaba. Hubo una edad donde reconozco haberme quedado callada, haberme vuelto una observadora, una niña pasiva,  ejemplo de eso que llaman latencia.

De ese día llevo escenas de alegría, fotos de nosotros corriendo, jóvenes y adultos armando cometas para lo niños. Dejaríamos volar sus esqueletitos por un cielo azul gracias a los vientos abrazadores que pegan fuerte en el verano de mi sierra. Mi cometa era verde, pero mis manos eran inútiles para dominarla y decidí que mi primo Cali, quien era ya un adulto debía mostrarme cómo hacerla volar, así que fui a sentarme al lado de mi madre para ver como él la levantaba del césped y la colocaba sobre la montaña.

Fui una observadora una vez más, no volví a tocar la cometa durante esa tarde, no quise y fue un desprendimiento feliz, sentada al lado de mi madre la vi libre con  su papel crepé verde limón en el cielo andino, su piola  extendida hasta lo que daba el precio de la tiendita del pueblo. Mi madre con sus brazos fuertes sacó comida, preparaba todo como magia, las papas se hacían sopas, los panes se hacían sánduches y cosas que a mí siempre me parecieron incomprensibles, creaciones de otro mundo.

Con los estómagos llenos y las cometas aún en el cielo mi mamá sacó unas latitas, creo que fue la primera vez que las veía y en correspondencia con lo rudimentario del viaje,  con piedra y cuchillo en mano ella abrió la primera lata y me la dio. No recuerdo que me haya dado una instrucción, yo sólo supe que había que usar el dedo índice, meterlo en ese líquido espeso y llevárselo finalmente a la boca. Era dulce, dulce, era algo así como lo mejor de la vida, se llamaba leche condensada.

Las latas desaparecieron en los dedos de los tíos, los primos, los abuelos, esa familia que la vida me ha dado tan pegada a los azúcares, que apenas sale uno al escenario lo devoramos, como aferrándonos a vivir, sobreponiéndonos de las visitas que nos ha hecho la muerte. Una latita rodó por el césped y sin que nadie me viera la llevé hasta mi bolsillo, luego la llevé de regreso hasta el carro grande de mi tío Hugo donde uno se podía acostar para soñar en cometas hechas de latitas y verdes condensados.

Imagen: "Summer daydream"- Jodi Perry

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