Yo descubrí a Pedro Lemebel en París después de su muerte. Lo descubrí en el metro y en nuestro cuarto del barrio veinte, entre miles de risas y lágrimas contenidas. Lo conocía de pasada, pero realmente lo descubrí cuando su cuerpo apenas empezaba a descomponerse en la tierra de la ciudad de Santiago, tan cercana y tan ajena a mi corazón.
Hoy,
meses después, estoy sentada en una cafetería de la Colonia Polanco del
Distrito Federal y sigo con "Adiós mariquita". Terminé la fase
romántica y brutalmente sensual, donde todos esos hombres pasan por su cuerpo
llenándolo de fluidos poéticos para llegar a sus reflexiones más
tiernas sobre ese lugar del alma, lugar mío también; el Altiplano andino, donde
se encuentran un par de las pocas certezas que puedo contar. Leo sus palabras e imagino que él me lee con su voz de señorona entacada, con sus ojos curiosos
de niña chismosa. De repente se detiene y me dice al oído: "eris cuica
conchetumadre, lárgate en raja de acá, ¿no vi qui aquí se olvidaron de México?" Lo miro con cara de boba y pretendo disimular mi falta de respuesta. Estoy a punto de decirle que esto también es México aunque no nos guste, pero el huevón me vira
la cara y se va con el joven de la mesa de al lado. Así que decidí partir no
más y despedirme de las dos chicas que mantenían media conversación en
inglés, a todo volumen y entre extensiones de cabello. Me voy, me voy a buscar
México, el que sé que existe y al que le enseñaré que me deje de decir güera.
Gracias
Pedro, marica hermoso conchetumadre