Un domingo más, pero este tiene algo
especial: purificación obligada.
El baño con su verde vergüenza me rodea una
vez más, me levanto una vez más, subo mis pantalones y de repente me enfrento a
un encuentro no planificado.
La repisa de vidrio me mira con los colores
de sus frascos; el desmaquillante de ojos, el desmaquillante de cara, la
vaselina, la crema para la cara, la crema para el cuerpo y eso que criticaste; la crema para los pies…y de
repente, todos los frascos, como formando una corte de
bienvenida, guían a mi mirada hacia ESE frasco: TU DESODORANTE.
Y mi nariz se quiere acordar de ese olor, de
tu olor, el que tantas veces me abrazó, me hizo el amor, me gritó y me cobijó.
Mis manos se quedan sosteniendo mi pantalón y mi mirada no parpadea frente a tu
desodorante, es como si me llamara a recordarte una vez más, a cerciorarme de
que ya no estás. Mis manos siguen tiesas, no sueltan el pantalón porque
temen que la nariz le brinde a mi cerebro esos millones de recuerdos que trato
día a día de disolver entre razones, análisis y la mirada de otros hombres que
no me interesa sostener porque por ahora la idea de volver a enamorarme me parece
igual de estúpida que los programas femeninos donde mujeres hablan de mujeres y
terminan hablando de sus propias estupideces. Mis manos se sueltan y mi nariz
sonríe, sabiendo que sus ganas de recordarte siempre pueden ganar. Mis manos
flacas, blancas y largas se sueltan mirando al piso, se sienten débiles e
intentan hacer puño, agarran mi camiseta para taparme los ojos que quieren
llorar. Sueltan la camiseta, atraviesan la repisa, la derecha tiene la
iniciativa de tomar el desodorante, la izquierda está a punto de abrirlo pero se
mantiene firme aunque observa de lado los ojos llorosos llenos de
extrañamiento. La derecha baja el desodorante y el basurero está ahora más
cerca que la nariz.
Ahí te vas, ahí te fuiste.